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Rincón literario

Tan sólo me queda.

Un espectro entre luces. Cientos de cigarros se encienden asemejándose a las estrellas.

Ella no ha perdido su brillo. No, aún no.

Restos de algo más que maquillaje cubren su nariz, y su mirada yace perdida buscando quién sabe qué en algún rincón de esa mísera sala. – ¿Dónde está?- se pregunta.

Un vestido negro tapa lo que alguien algún día llamó cuerpo, lo que alguien en su día hizo más que reavivar; y ahora, lo que para ella tan sólo es un estorbo.

Siendo alma tan sólo, quizá sea libre.

Perdida y perdedora; ha olvidado casi todos sus recuerdos, su fuerza, su dignidad, su nombre…Sabe que sigue viva por la rapidez de sus pulsaciones. Amenazantes, parecen retumbar en cada centímetro de su cuerpo. Ese ritmo que ha basado la melodía de su historia, pero…todos saben que por eternas que sean, todas las canciones tienen un fin.

La sangre galopa recorriendo cada uno de esos azules caminos de gloria. Corre y vuela el aire por sus pulmones, cada vez más cansados, cada vez más gastados…

La gente aplaude. -¿A quién? – se pregunta. -¿A qué?-

-Una última canción por favor, aguanta. Tan sólo una última.- se oye musitar.

En su mente se hilvanan verdes los últimos pensamientos de cualquier genio venido a menos. Los rescoldos de la pasión vibran en su garganta, brillan efímeros;  son las cenizas aún llameantes de lo que en su día fue…

No queda esperanza para quien, poco a poco, se desvanece bajo un haz de luz.

-Ya no tengo miedo- se dice a sí misma –Ya lo he perdido todo, tan sólo me queda la vida y…-

Un leve gesto basta a los músicos para adivinar sus intenciones. –Esta noche no- piensa. –Esta noche no quiero violines, ni pianos…no quiero nada más que mi voz y ese maldito eco que alarga cada palabra como si esto se tratara de algo importante…-.

Descalza, camina por el escenario buscando a duras penas el micrófono.

Las lágrimas comienzan a brotar. –Idiotas. Malditos ojos idiotas…-.

Su voz comienza a elevarse en el auditorio. Los susurros cesan, las respiraciones enmudecen, las mentes callan…tan sólo el tic tac de un reloj y el vaivén incesante de una mente que aún regurgita se escuchan sin cesar. Y su voz, esa voz…era, quizá, de eso poco que le quedaba.

Cada palabra que entona es una manera distinta de decir adiós. Cada silencio es un preludio de algo que ya todo el público teme.

Pálida, débil, traslúcida y volátil. En un punto en el que deja de ser humana para ser tan sólo un sueño, el sueño que creaba al cantar. El sueño que ella creaba para hacerle a él soñar.

Las lágrimas van surcando cada centímetro de su cuerpo. Ahora toda su piel llora; avivan las ganas de escapar que nacen en su alma, sus ojos inundados de quebranto miran hacia un punto en el horizonte que ni siquiera existe, su mente busca en el tiempo el recuerdo de algo que jamás ocurrió…

Una gota de sangre cae de su nariz.

Es entonces cuando Dios creó el silencio.

El micrófono cae al suelo, y ni el eco ni el sonido dañino del golpe levantan rumor alguno. No hay nadie, ni nada; ni siquiera el aire existe en ese lugar.

Sus ojos se preguntan si hay alguien ahí fuera…Ya ni siquiera puede ver más allá de…-¿Qué es lo que ve?-.

Nadie corre hacia una estrella que se apaga. Nadie. Nadie. NADIE.

Los labios de un fantasma susurran, con la poca fuerza que a un halo de luz fugaz le queda para brillar: - Ya lo he perdido todo…hasta la vida…tan sólo me queda…

 

…esa maldita manía de amarte-.

Melinda

 

Diferencias

 

 

 Las lágrimas se deslizan lentamente desde mis ojos hasta las comisuras de mis labios. El llanto me impide respirar con normalidad. A pesar de que no pude hacer nada para evitar la desgracia, un sentimiento de culpa me desgarra las entrañas. El dolor invade cada rincón de mi ser, sin querer irse, o lo que es peor, sin que yo quiera que se vaya. Cualquier persona desearía que el mal que provoca la pérdida de un ser querido desapareciese lo antes posible, pero no es mi caso, siento que si dejo que el dolor desaparezca habré perdido un recuerdo más de mi amigo. Mi verdadero amigo. Su nombre era Roque. Nos conocíamos desde que éramos unos críos que aún corrían en pañales imaginándose que eran superhéroes de dibujos animados. A pesar de la pena, no puedo evitar una ligera sonrisa al recordar aquellos momentos inocentes, pero la momentánea felicidad no puede hacer frente a la angustia que me provoca el pensar que ya no podré revivir más esos momentos. Pues mi amigo está muerto. Muerto. Aún se me hace extraño usar este adjetivo para describir a mi mejor amigo. Continuamente mi mente me traiciona diciéndome que Roque aún vive y que en cuanto vuelva a casa, mi móvil sonará con él esperando al otro lado de la línea. Pero es absurdo, su ataúd está pasando delante de mí, cargado sobre los hombros de su padre, su tío y algunos amigos de su familia. Miro al impasible cielo azul bajo cuya bóveda me siento atrapado preguntando a mi amigo Roque, donde quiera que esté, porqué hizo aquella tontería. Pues murió por no saber convivir. Por no saber convivir con otras personas, con otras culturas, con gente semejante a cualquiera de nosotros.

 

Hace seis meses comenzó la historia que ahora termina con este trágico final. Comenzó con un hecho de lo más normal actualmente en cualquier instituto. La llegada de un alumno extranjero. En este caso se llamaba Said, y era de origen árabe. Roque había odiado siempre al extranjero, muchas veces le había preguntado el porqué, pero él nunca me había sabido dar un respuesta justificada.

Porque es negro decía algunas veces, o porque es moro

decía también. Ninguna de esas respuestas justificaba el odio que sentía hacia ellos. Pero como sólo se limitaba a odiarlos e insultarlos a sus espaldas, nunca me había preocupado que pudiese hacer una locura. Nunca lo había hecho hasta la llegada de Said.

 

Desde el primer día que Said llegó a clase, Roque no volvió a ser el mismo. Daba la casualidad de que en nuestra clase no había ningún alumno extranjero. Pero cuando Said llegó, Roque sintió que su territorio, su círculo social, había sido invadido, profanado. Desde ese día cambió completamente. Se convirtió en un completo desconocido, y no sólo para mí, sino para todos los demás, incluidos sus propios padres. Poco a poco le fue haciendo la vida imposible: le ponía zancadillas, lo empujaba en los pasillos, le robaba los deberes. Yo le pedía continuamente que lo dejara en paz, pero el odio lo cegaba. Ese odio sin razón que nublaba su mente lo había separado del mundo real. Sólo pensaba en hacer daño a Said. Me enteré de que el pobre muchacho había empezado a ir al psicólogo y entonces me dije a mí mismo que tenía que tomar cartas en el asunto. Me empezaba a dar igual que Roque fuera mi mejor amigo, no podía permitir que siguiera hiriendo al pobre chico porque le diera la gana. Además, ése no era mi viejo amigo, ahora era la sombra de lo que fue. Así que un día me decidí, me dirigí a Roque en un cambio de clase y le dije seriamente:

 

- Tienes que parar esto.

 

Me miró incrédulo, cómo si no supiera de qué le estaba hablando.

 

- ¿Qué tengo que parar? -me preguntó en un tono chulesco que no le pegaba nada.

- Lo de Said -le aclaré sin apartar la vista de él.

- Ah, lo del moro -dijo, ahora sonriendo- se lo tiene merecido.

- ¿Pero qué dices? -dije sin poder creer lo que oía- ¿Te estás oyendo?

- Pues claro que me oigo, es un moro de mierda. Todo lo que le haga es poco.

- Pero dime, ¿qué te ha hecho él a ti? -le pregunté intentando controlar el tono de voz.

- Existir -me quedé de piedra, no podía creer lo que había dicho- ese moro nos ha contaminado. Qué asco.

- Estás gilipollas -le dije a la cara- no me gusta decir esto, pero todos pagaremos por nuestras faltas. Y tú, tú pagarás por todo lo que estás haciendo.

- El que está gilipollas eres tú -soltó una carcajada- anda, ¿por qué no vamos a dar una vuelta el viernes? Además, tengo una sorpresa.

- No, -le contesté rotundamente- no quiero que me vean con un desgraciado que le hace la vida imposible a otras personas porque le sale de los huevos.

 

Entonces me levanté de la silla y volví a mi sitio. ¿Cómo había podido cambiar tanto Roque? ¿Cómo que Said se merecía todo eso por el simple hecho de ser moro? Roque había perdido la cabeza, se había vuelto completamente loco. En esos pensamientos estaba yo cuando el profesor de Sociales entró en el aula y comenzó a impartir su asignatura. Intenté concentrarme en la clase y dejar a un lado la tensa conversación que había tenido con Roque, mas fue imposible. Sus violentas y macabras palabras se colaban en mi cabeza sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Cuanto más me esforzaba por olvidar la conversación, más palabras venían a mi mente. También me llegaban imágenes. El rostro de Roque riéndose como si nada mientras hablábamos de un asunto tan serio me revolvía las entrañas. Estaba empezando a desear que la mañana acabase y poder volver a mi casa para descansar y despejarme la mente. Intentar olvidar todos los problemas aunque fuera por unos momentos.

Y al fin, tras una agotadora jornada, la esperada campana sonó anunciando el final de las clases.

 

Tras la comida, corrí a mi habitación, cerré la puerta y me tumbé bocabajo en la cama. Esperando que, al cerrar los ojos, la oscuridad me ayudase a dejar la mente en blanco y poder descansar de una vez. Paulatinamente, el sueño se fue apoderando de mí y, afortunadamente, haciéndome olvidar el motivo por el que me sentía así. No fue un sueño placentero, pero al menos había pasado dos horas sin pensar en nada, y eso me confortaba más que dormir bien. Y siguiendo esa misma rutina, la semana fue pasando. Pero llegó un momento en que esa marcha de días se paró. Había llegado el viernes.

 

Esa mañana no llegué al instituto con la pesadez que era costumbre en mí, sino con cierta incertidumbre. Roque me había propuesto quedar con él por la tarde argumentando que tenía preparada una sorpresa para mí. Y era eso precisamente lo que me provocaba esa incertidumbre. El no saber a qué se refería. El nuevo Roque era totalmente impredecible, esa supuesta

sorpresa

podía ser cualquier cosa, cualquier paranoia. Y no me gustaba el tono con el que lo había dicho. Intuía que lo iba a disfrutar él más que yo. Y eso no era nada bueno. Y aún menos, tratándose de Roque. La mañana se me pasó muy rápido, algo insólito en mí. Volví a casa con una extraña sensación que me decía que debía preocuparme por algo, pero ¿el qué? Hice caso omiso de esa sensación y como era viernes, después de comer, en lugar de hacer deberes aproveché para jugar al ordenador. A medida que la tarde iba avanzando la sensación se hacía cada vez más intensa. Aunque, la verdad, tenía bastantes ganas de seguir en el ordenador, algo me decía que no debía estar haciendo eso, sino otra cosa, algo mucho más importante. Y entonces una palabra vino a mi mente haciendo que todo encajara. Said. Apagué el ordenador a toda prisa y cogí mi chaqueta. Abrí desesperadamente la puerta de la calle y eché a correr. Nunca en mi vida había corrido tan rápido, ni siquiera sabía que podía hacerlo. Pero ahora esas tonterías no importaban, la vida de alguien estaba en peligro. Corrí hasta que me faltó aliento para seguir y caí de rodillas en el suelo. Una mujer se acercó preocupada con la intención de ayudarme a levantarme. Pero en un segundo me incorporé y sin mediar palabra retomé la carrera. Y al poco rato lo vi. Ahí estaba Roque. Caminaba entre la gente desenvuelto, portando en su rostro una sonrisa de oreja a oreja. Dirigí mi mirada hacia donde él dirigía la suya. Al otro lado de la calle estaba Said. Y entonces comprobé que no me equivocaba. Seguí de cerca a Roque intentando que no se percatase de mi presencia.

 

El lugar en donde nos encontrábamos era una plaza en la se concentraban varios comercios, aunque debido a que aún no había acabado el invierno no había mucha gente rondando por el lugar. Said empezó a caminar en dirección a Roque sin saber en donde estaba a punto de meterse. Yo les seguía con la mirada en la distancia. Cuando se encontraron, Roque lo saludó como si fuera un amigo de toda la vida, pero a Said le cambió por completo la expresión de la cara, y cuando vi que se encaminaba con Roque a su espalda hacia el Callejón, comencé a andar detrás de ellos. Llamábamos a ese lugar el Callejón, con mayúscula, porque todas las noches se llenaba de porreros y drogadictos, y al final se había quedado con ese nombre para identificarlo y diferenciarlo de las demás callejas. Era un lugar desagradable, lleno de jeringuillas, litronas de cerveza rotas y condones usados, por lo que la gente evitaba pasar por ahí. Eso lo convertía en el lugar idóneo para hacer algo que no deseas que salga a la luz. Y era exactamente lo que buscaba Roque.

 

Empujó a Said contra la pared y acto seguido sacó una navaja de un bolsillo de su chaqueta. Entonces, hice rodar una botella de cristal que me delató. Esperaba que Roque se pusiera hecho una fiera y me atacara, por lo que me tensé preparándome para una inminente pelea. Pero no fue así, en lugar de eso me miró con expresión de satisfacción.

 

- Al final has venido -dijo contento- verás que bien lo vamos a pasar.

 

Y antes de que pudiera reaccionar se abalanzó sobre Said alzando la navaja dispuesto a rajarlo. Su cara ya no era la de mi viejo amigo Roque. Había adoptado una expresión macabra, llena de odio pero a la vez divertida. Realmente la escena era espantosa. Said no se había movido de su sitio mientras veía como su vida pronto llegaría a su fin. Eso al menos creía yo, porque en el último momento sujetó a Roque por la mano en que sostenía el arma. El miedo me había paralizado, no podía moverme, ni siquiera apartar la mirada de semejante lucha. Hubo un forcejeo y entonces

Sangre. Unas gotas de sangre cayeron al suelo. Mi corazón se aceleró. Los dos contrincantes se detuvieron. Said comenzó a andar hacia atrás alejándose de Roque con cara de pánico, quien sostenía la navaja clavada en su abdomen. Su rostro reflejaba miedo, dolor, ira pero no hizo nada. Me miró y, se desplomó en el suelo. Muerto. Una anciana que pasaba cerca contempló la escena y comenzó a gritar. Al momento el lugar se llenó de cotillas, de personas con chalecos amarillos que inspeccionaban el cuerpo inerte de Roque. Entonces llegaron otros que cubrieron su cuerpo con una especie de papel dorado. Perdí de vista a Said. Tan sólo podía seguir contemplando el bulto que había bajo ese papel. Recuerdo que también había luces azules y naranjas. Mucha gente hablando sin parar. Pero esa parte está muy borrosa en mi memoria. Supongo que ya os imagináis lo que ocurrió después. Llevaron a Said a un centro de menores por asesinato en defensa propia y, a mí me recomendaron acudir a un psicólogo. Y ahora me encuentro en el cementerio, en el entierro de mi amigo Roque. Puede que esto tan sólo sea el relato de una tragedia anunciada. Pero ojalá pueda servir para que aprendamos a convivir aceptando y respetando nuestras diferencias, y así evitar desgracias innecesarias. Porque las diferencias no existen, las creamos nosotros.

JEsús G. L.

ME LLAMAN SID

ME  

ME LLAMAN SID

Me llaman Sid, y digo llaman porque ni yo sé, a estas alturas de mi vida, como me llamo en realidad. Desde que tengo uso de razón me han apodado así, muchas veces he preguntado a mi madre por mi nombre real, pero, por motivos que desconozco, nunca me lo ha querido decir. Durante años estuve buscando papeles, cartas que llegasen de algún club infantil para apuntarme, libros de familia y partes médicos donde figurase mi nombre, pero nada, parecía un fantasma, y mi madre me lo escondía todo. Llegué a pensar durante meses que era adoptado, pero el parecido extremo que tenía con mis padres me borraba de la cabeza aquella idea. Algunos padres tienen peleas constantes con sus hijos por temas de alcohol, drogas o peleas callejeras como entretenimiento juvenil, pero mi batalla campal personal era encontrar mi nombre, hasta que lo di por vencido. Psicología inversa lo llamaban en la televisión; si no me interesaba, acabarían por decírmelo… Lo único que conseguí fue que ni me llamasen.

 

Un día, como ángel caído del cielo (a escobazos), un hombre inspiró a mis padres para cambiarme de colegio. Decía que tenía problemas para relacionarme, que un cambio de aires sería bueno… “Psicólogo”, ponía en una plaquita dorada a la entrada del consultorio. No sé quién acabaría más loco aquí.

Os contaría algo del mes previo antes de trasladarme al nuevo colegio, con las sesiones psicológicas y esas cosas para ayudarme, pero, si ocho años de mi vida han dado para, apenas, diez líneas de este diario, imaginaos cuantas daría un mes. Lo único que he visto en estos treinta días han sido unos pocos folios blancos con manchas negras que utilizaba el doctor experto en psicología. No saqué nada en claro de esas sesiones, al parecer, el doctor sí:

  -Su hijo es tonto –escuché al otro lado de la habitación-.

 

Llegó el gran día. De camino al instituto mi cabeza se debatía entre ir hasta la puerta y huir cual niño cobarde o agarrarme los machos y entrar a la guerra. Entonces, aparecieron mi ángel del hombro izquierdo y mi diablo del hombro derecho. Empezaron a discutir sobre lo que debía hacer. Me tenían la cabeza como un bombo de feria, así que les dejé en un banco de la plaza más próxima. Ellos comían pipas mientras discutían sobre mi comportamiento. Que felices eran llevándose la contraria.

 

Después de caminar con la mochila en la espalda llegué a aquel famoso instituto del que habían estado hablando mis padres durante mucho tiempo. Llegue justo cuando estaban abriendo las puertas. Me tendría que encontrar con el mogollón de gente que me miraría como alguien raro y nuevo. Me equivoqué. Nadie me miró, pasé inadvertido entre los pasillos con columnas pintadas en azul. Todos los alumnos iban como caballos de carrera, mirando a un solo lugar yendo derechos a dar la primera clase del día.

Entré a clase el primero, era un pequeño campo de minas con mesas organizadas en cuadrícula. Las mesas eran blancas, perdón, multicolores y conceptuales: negro, azul, rojo, rosa… Artistas en potencia eran los chicos de mi nueva clase.

La profesora con la que teníamos la primera clase del día me presentó a los demás. Yo miraba al suelo. Iba a tener que estar con ellos medio año, ya tendría tiempo de ver lo feos que eran.

 

Después de estar varios meses en aquel antro, un día suelto del calendario, en uno de mis viajes al retrete (uno de los diez que hacía al día) me encontré de frente con una chica morena, ojos verdes. No era el momento de ponerme a babear:

- Hola, te veo algo perdido, ¿de dónde eres?

Oh, ¿me hablaba a mí? Miré hacia atrás para asegurarme. Lo sabía, quería entablar conversación con otro nuevo que había detrás de mí. Era rojo, y cilíndrico... Lo acababan de traer de una fábrica de extintores

- Te hablo a ti, bobo.

Oh, pues era a mí. En ese momento pensé hacerle un corte de mangas al extintor pero primero tenía que entablar conversación con aquella chica. Que maja ella. Estuvimos hablando durante dos horas, lo que equivale a dos clases y un poco de la siguiente. Se llamaba Merche y va un curso por delante. Me contó que la gente del instituto es muy agradable, pero que cada uno va a su bola, que se agrupan en reducidos grupos y que si quería pertenecer a alguno, que hablase más o me relacionase un poco. No, si al final la culpa, de que la gente pasara de mí, iba a ser mía. Me dijo que si me acercaba a hablar con alguien, me iba a tratar muy bien. Así que, a la semana siguiente me enfundaría un buen traje y un buen kilo de colonia barata.

 

Lo único que conseguí fue llevar la ropa de siempre y una grata sonrisa. Estaba dispuesto a hacer algún amigo. Probé suerte acercándome a un grupo de góticos, eran gente muy maja, pero me daba mal rollo que llevasen la cara pintada de blanco, intenté adaptarme a ellos colocándome algún collar de pinchos, pero no me terminé de acostumbrar… pinchaban demasiado. Luego comprendí que los pinchos iban hacia fuera, pero era demasiado tarde. También me acerqué a saludar a un grupo de fumadores compulsivos, pero con tanto humo no pude distinguirles, también probé con monos, con domadores de circo, con astrónomos e incluso con profesores, pero nadie me acogía, hasta que Merche me vio en medio del pasillo. Me cogió del brazo y me arrastró cual rastrillo hasta Dios sabe dónde. Me dejó con un grupo de chicos y chicas, eran amigos suyos, y me presentó uno por uno. Eran gente normal y corriente, ¡al fin! Estuvimos hablando durante todo el recreo. Mis mejores veinte minutos; cuando me quise dar cuenta había formado un charco con mis babas. Era feliz.

 

Cuando llegué a mi casa, mi nariz empezó a sangrar de la emoción. Tenía amigos, me habían hablado, se habían reído conmigo… o de mí, pero eso no importa, ahora que ya tenía gente con la que compartir mis cosas, sólo me quedaba una cosa por hacer… ¡encontrar mi nombre! Pero lo haría después de tomarme un chocolate caliente, que tenía antojo. Cogí el teléfono y llamé a mi amigo uno, a mi amigo dos, a mi amiga tres y a Merche, ya tendría tiempo de aprenderme los nombres. Les conté rápidamente el plan que tenía para descubrir mi nombre. Lo tenía todo apuntado en mi cuerpo, pero como me faltó espacio me compré un bloc de notas para terminar de escribir el plan. Quedamos en la plaza de al lado y rápidamente nos trasladamos a Nueva York para encontrar a los mejores agentes del FBI que  nos pudiesen ayudar a saber algo de mi nombre. Fue un viaje muy duro, pero mis amigos (ahora míos y de nadie más) se empeñaron en ayudarme. Cuando llegamos nos acordamos de que no sabíamos inglés así que tuvimos que volver para encontrar algún detective barato que hubiese por la ciudad.

Estábamos desesperados por encontrar alguna solución, y caminábamos cabizbajos por las calles, intentando que se nos ocurriese algo, cuando de pronto…

- ¡Anda! ¿Cómo no se me había ocurrido después de quince años? Podemos ir al registro y buscar mi nombre inventándonos alguna excusa, tendrá que estar allí.

- Sid, te lo dijimos antes de salir hacia Nueva York y hacer escala en nueve lugares diferentes… ¡Eso tenía más paradas que el cercanías!

Tonterías, seguro que nadie me dijo nada, así que antes de empezar una discusión emprendimos viaje a Nueva York, otra vez, porque se nos había olvidado la videoconsola. Después de un cuarto viaje en avión llegamos al Ayuntamiento. Solo nos hicieron falta dos botellas de cloroformo y unos cuantos pañuelos para dormir a toda la gente que había allí y entrar en los archivos, que estaban guardados en carpetas cuyo cajón que las contenía estaba misteriosamente abierto.

- Merche, tu vigila que no venga nadie, que yo voy a buscar.

- Pero si hemos dormido a todo el Ayuntamiento, como no venga la señora de la limpieza… No, a ella también la hemos dormido.

- Fernández, Fernández, Fernández… -buscaba en voz alta- ¡Aquí! La familia Fernández/Gascón. Margarita, Jesús…

Estaba sólo a un folio de ver mi verdadero nombre, el pulso me temblaba, mis amigos se dormían entre sí con el cloroformo y Merche bailaba encima del mostrador… Estábamos locos, pero yo al fin iba a saber mi nombre

- ¿Macedonio?

Hubo una carcajada general

- Oye Sid, si quieres yo me llamo plátano, para ir conjuntados y eso...

Miré mal a mi amigo número dos, y luego eché la vista hacia atrás. Menudo panorama, con lo fácil que habría sido pedirlo por favor. Taché el nombre con el tipp-ex de la secretaría y con un bolígrafo negro puse mi verdadero nombre, el único que utilizaría para los restos. Puse, Sid. Los cinco salimos de allí, con todos dormidos detrás, caminando hacia cualquier lugar, con el Sol detrás reflejando nuestras sombras delante de nosotros. Tenía amigos, tenía nombre... No necesitaba nada más.

 

Germán de las Heras

 

 

 

 

De cómo se unen las amapolas

Terminó la última página del libro, lo cerró con una paz intensa, y empezó a pensar en ella... acercó su cara al cristal frío de la ventana y comenzó, alegremente, con una sonrisa en la cara y ojos almendrados, a admirar lo bello de las pequeñas cosas, a admirarla. Pensó en llamarla. Así lo hizo. La conversación fue corta... un quiero verte- un tardaré un poco, estoy en mi casa- un te esperaré, lleno de ansia. Empezó a fantasear, y la imaginó, no en su casa, sino caminando por su calle, bajo su ventana, con el pelo al viento, enfundada en un abrigo a cuadros, una sonrisa en la cara flanqueada por el rubor del aire helado, llorando de la emoción de vivir, de querer vivir. Siguió imaginando su perfecto paseo por esa calle que apenas sí tenía encanto, pero que ella inundaba de veredas de amapolas. De tanto imaginar acabó ella apareciendo.

-Estaba paseando por tu barrio... pensarás que estoy loca... (gesto preocupado por su reacción)

-Te he visto, te he estado viendo. Sé que llevas bajo mi ventana bastante tiempo... dando vueltas...repartiendo amapolas al cielo... lo sé, sé que no estabas en tu casa, que no era verdad. Sé que estabas aquí. Te he visto desde la ventana. (le seca las lágrimas perladas de hielo) Y sí, me pareces una loca... una loca de amor. Y eso (gran sonrisa en la boca), eso me hace enloquecer a mí también.

 

Guille

Me estoy volviendo loco

Me estoy volviendo loco

Que te estás equivocando, que te estás equivocando, que te estás equivocando…

Contradicción/es de un domingo a las 4 de la tarde…

Reiterativo reiterativo reiterativo reiterativo...

Sale un conejo por detrás de la puerta; grita verde...

Que te equivocas, que te equivocas (reiterativo reiterativo reiterativo piiiiiii piiiiiii piiiiiiii), deja ese camino, vuelve atrás, borra luces de sombra (sombra, sombra, sombra, ecoooooo ecoooo ecoo ecoo ec, e...eh!), y déjate llevar por tus instintos…olvídate de formalismos y deja de intentar rescatar del fósil recuerdos que a veces vacilan (vacilo, vacilas, te vacila, vacilamos, vaciláis, vacilan....te te te te vacilaaaaaan)… abre las ventanas, busca el viento, huele la mañana fresca, y olvídate de todo lo de ayer ( ayer amargo...)… sal a ver el sol que ha vuelto a nacer y olvídate, olvídate, olvídate he dicho de las margaritas muertas…olvídate del demonio que te carcome, llama a tu ángel que se llama libertad, y vuela como el pájaro mientras cantas una oda a la naturaleza recién surgida( naturalidad, un conejo corre..., escapa de tus manos)… deja de amar refranes polvorientos en viejos libros y busca nuevas formas, escribe con plumas de colores y deja que el gris se estanque solo…olvídate de lo de antes…olvídate…olvídate

 

La revelación a través del sueño no produce monstruos, los espanta…

Retrato de un ojo

Hay una cuerda estirada entre dos montes

Torpe mío, tropezarás con ella

Caerás una vez, otra más,

Y entre llantos te dormirás en la Tierra.

La Tierra hará suyo tu ojo

Tu ojo grande y oscuro, pozo sin fondo

Fuente de lágrimas, bebedero de hormigas,

Tu ojo decorado con pestañas

Que barrerán curiosas las hojas de otoño.

Por tropezar con la cuerda, la Tierra te encuentra

La Tierra te atrapa, la Tierra te entierra

Y reserva un lugar de honor para tu ojo

Tu hermoso ojo, tu ojo vidrioso

Tu ojo vacío que abandonó su cometido

Para adornar como una joya a su nueva dueña,

Esclavo eterno en la profundidad de la Tierra.

Cosa extraña producto de un momento de extremo aburrimiento bibliotecario, hace unas semanas.

Nuria

Caminos de gloria

Caminos de gloria

de manantial rojo bajo el latido azul.

Piel barnizada por el sol tardío

entre recuerdos de copas llenas y blues.

Mariposas sin alas que volaron ya lejos

salidas de cuentos de hadas...

sin un final ni un comienzo.

Recuerdos de historias que recordar no quiero

que al andar, no hice más camino,

que el que me conducía al infierno.

Caminos de gloria

y el frío acero recorriendo la suave y tersa tierra,

enamorando... cada centímetro de la entretejida tela

que conforman, azules, los cientos de veredas.

Metal que recorre agonizándome la espera

corta ya la poca hierba que crece en el sendero,

y de un tajo mutila cada angustia, lágrima y grito

cada minuto que el sino añadió a mi vida cual veneno.

Era el río, bajando bermellón por la vereda ya muerta

deslizándose por mi parda tierra, mi piel seca,

desprendiéndose del sol latiente, del corazón...

asesinando hoy el fruto de aquel vientre

que a luz me dio.

Margot, o Melinda...nunca se sabe.

posdata: Estoy como un cencerro y cada vez escribo peor. Gracias.

1 PARÍS EN RUINAS

-París, París, París…

 

Luces, edificios... Miles de coches rodeaban las autovías que ahora se disponían por el exterior.  Desde el avión que sobrevolaba las afueras de la ciudad, se podía ver en lo que se había convertido París. Una ciudad en ruinas.

Ruth no se creía que hubiese llegado viva de aquel espantoso viaje. La azafata había desaparecido durante todo el vuelo sin dar explicaciones coherentes de ello. Muchos pasajeros habían pagado bastante dinero para ver los restos conservadas del Arco del Triunfo y nadie les había podido atender. La comida había sido nefasta y el piloto no se dignó a hablar en todo el viaje. Tampoco avisó de las turbulencias.

 

Habían bajado del avión cargados con los pequeños bolsos de mano y con maletas cerradas con un pequeño mecanismo de contraseña. Un escáner muy ancho revisaba a los pasajeros y a su equipaje.

Ruth había salido de aquel avión un poco mareada. Todavía no había terminado su estancia en el aeropuerto y para salir de allí le quedaba aún un largo camino para llegar, por fin, a la calle; interponiéndose varias escaleras mecánicas que siempre mostraban el mismo recorrido.

 

Ruth subía por la última de ellas con la mirada fija en sus maletas. Algunos niños estaban montando escándalo, corriendo por los pasillos y gritando. Había personas sentadas en el suelo, esperando su avión y la gente que se iba de allí compraba en las tiendas algunos souvenirs para su familia. En ese momento, ella no quería ver a nadie; sólo llegar al taxi que había pedido que le llevase al hotel. Reaccionó rápidamente a mirar a otro lado cuando una mujer muy amable le advirtió que estaba a punto de llegar al final. Tenía que levantar otra vez las maletas para poder pasar aquella barrera de pinchos que terminaba al final de las escalinatas.

 

Había salido de aquel inmenso edificio cuando una bocanada de aire le hizo retroceder torpemente. Sin que se le cayesen las maletas, volvió a avanzar teniendo cuidado del vendaval que se estaba formando en las afueras de la ciudad.

Estaba contemplando París. Era el año 2015 y una explosión desconocida había arrasado por completo la ciudad. Ya habían pasado diez años de aquello y se habían reconstruido todas las viviendas, tiendas y restaurantes.

“Lamentarse no era la única opción después de ver todo lo que ocurrió”.

La gente había decidido, a las afueras, empezar como pudiesen una nueva vida. No se podía hacer nada más, sólo dejar los emblemas de la ciudad como ruinas y enseñarlo todo como un paraje turístico.

El viento soplaba cada vez con más fuerza. Con una mano, Ruth se apartó de la cara su larga melena rizada y morena, pudiéndose percibir unos bonitos ojos verdes; parecidos a dos esmeraldas expuestas en una vitrina. En su cara se extendían a lo largo de las mejillas, bastantes pecas amontonadas entre sí.

Su cuerpo algo delgado caminaba con paso firme. Su mirada era bastante fría. Escondido entre su vestido de tela fina, colgaba un collar pequeño y redondo, azul oscuro; con forma de pez.

A Ruth siempre le apasionaba coleccionar bisutería extraña. Anillos, sortijas e incluso pasadores dorados para el pelo. Era una coleccionista apasionada por aquel mundo de brillos y diamantes diminutos pegados con esmero a simples pulseras con estampados primaverales.

 

La zaragozana había llegado a la gran ciudad de Francia provista de ropa y unos pocos euros que pretendía ir aumentando vendiendo varias joyas y reliquias de su familia. Allí, en el pueblo donde vivía y trabajaba, las cosas habían terminado fatídicas una noche aparentemente tranquila.

 

Con la mirada perdida y los oídos taponados buscaba un poco nerviosa el taxi que había pedido para que le llevase a su alojamiento.

Era difícil poder encontrar aquel coche entre tantos, allí en el aeropuerto, pero no podía coger cualquier taxi; necesitaba uno específico, ya que había pagado por adelantado.

No veía nada muy claro, todo aquel viento hacía revolotear el humo de los coches impidiendo una visión nítida de la escena que estaba viviendo.

 

Por fin, y como si hubiese surgido entre la nada, un coche negro había empezado a tocar el claxon y con gesto brusco agitaba su brazo indicando a Ruth que aquello era lo que buscaba.

Depositó el equipaje dentro del maletero. Estaba húmedo y desprendía un olor bastante desagradable.

El taxista, algo corpulento, había clavado la mirada en Ruth que se había montado, después de tantos mareos, en el coche.

Aquel vehículo parecía un velatorio, nadie hablaba y sólo se escuchaba la radio que estaba encendida, pero no tenía el volumen muy alto.

Fijándose algo más, Ruth pudo ver las afueras de París en su mayor esplendor. Estaba todo iluminado, la gente reía por las calles envueltas en adoquines de piedra. Los bares aún abiertos estaban impregnados de un ambiente bastante divertido.

-Todo es extraño… -alzó un poco la voz en el coche para entablar conversación con el taxista-. La gente se comporta como si no hubiese ocurrido nada aquí.

De nuevo silencio. Parecía como si el conductor estuviera concentrado en su trabajo de llevar y traer pasajeros. No tenía sensación de ir a contestar a la chica.

Seguían recorriendo las carreteras en busca de la dirección que Ruth había escrito en un papel que sujetaba con fuerza.

 

Unas pequeñas lágrimas se derramaron por las mejillas de ella. Veía a toda aquella gente feliz que iba andando a todos los sitios, con sus amigos. Sin un rumbo fijo, pero que adornaba como cualquier perro que pasease por allí formando una estampa que para nada podía significar derrumbamiento o tristeza.

Eso era lo que sentía Ruth al ver todo aquello, tristeza.

Las carreteras infinitas y los coches que llevaban la música alta no le hacían cambiar de opinión.

Apoyada en el lateral de una ventanilla veía su rostro reflejado en el cristal, a la vez que podía ver los edificios y restaurantes que pasaban a toda velocidad.

 

Pudo ver una fuente muy grande y llena de niños. Reían, saltaban y jugaban a pesar del viento que se había levantado. Sonreían felices. Eso le hizo recordar aquellas tardes que pasaba dibujando en la ventana de su casa. Siempre el mismo paisaje, pero cada vez mejor pintado. Algunas veces los niños de su pueblo se quedaban sentados en el suelo, observando a Ruth pintar, sin moverse. Ella siempre aprovechaba la ocasión y les pintaba en el lienzo. Sus tardes eran mágicas.

El lloro se hizo algo más continuo. Está claro que el viaje a París no había sido una buena idea. Quería escapar, pero todo le recordaba a su pueblo.

 

Quitó la mirada de la ventanilla para fijarla en otro sitio, pero todo aquel coche parecía un estercolero. Olía mal y el conductor no es que condujera muy tranquilamente. Todo estaba sucio, por lo que pensó si se había sentado en un asiento que, al menos, estuviese limpio.

 

Buscando algún rincón del coche donde mirar, decidió bajar la mirada y suspirar mientras el tiempo corría en el coche. Como si tuviese los oídos taponados escuchaba el ruido de afuera, pero muy bajo; como si les hubiesen bajado el volumen a todos.

El pelo de Ruth caía en cascada rozando las rodillas.

A sus pies podía rozar una caja metálica roja, con un asa negra. Era una caja de herramientas.

Estaba algo extrañada pensando en por qué la caja estaba allí y no en el maletero, pero haciendo uso de una vista panorámica, pudo comprobar que muchas cosas de las que había allí no tenían sentido.

Al lado, había una especie de mango negro. Estaba escondido debajo del asiento del copiloto, por lo que la curiosidad de Ruth hizo que ésta acercase con su pie un poco el utensilio, que no podía ver con claridad.

Se quedó perpleja y callada. Había podido ver que lo que se guardaba allí abajo. Era un cuchillo, una simple hoja cortante con una empuñadura oscura.

 

Su mente se bloqueó en ese instante. Estaba un poco agobiada.

“¿Un cuchillo aquí, para qué?”

Levanto la mirada para ver si el conductor la estaba mirando o se había percatado de que había descubierto el arma, pero él seguía al manejo del volante y concentrado en la carretera. Sorbía los mocos y con la garganta hacía ruidos asquerosos. Era repugnante.

 

Se apoyó sobre el respaldo y respiró hondo. No quería creer nada extraño, pero no era muy normal llevar un cuchillo escondido.

“Si se quisiese defender, lo tendría a su alcance ¿no?”

 

Se había quedado, sin darse cuenta, mirando al taxista. Lo que menos quería era levantar sospechas. No conocía a aquel tipo, por lo que no sabía si tener el cuchillo allí sería algo bueno o malo. 

Delante de ellos, no iba nadie. El conductor, en ese momento, aprovecho y giró la cabeza para ver que hacía la chica ahí atrás.

Ruth se quedó asustada al verle. No estaba haciendo nada fuera de lo normal, pero el simple hecho de mirarla, la asustaba un poco.

Era la primera vez que la zaragozana veía la cara del conductor. Su cara era gorda, la papada muy ancha y por lo que se podía ver, no se había afeitado desde hace mucho. Su cuerpo lo cubrían una camiseta azul de tirantes y un pantalón vaquero.

Sus manos estaban agrietadas y llenas de cicatrices. Tenía varias marcas rojas, como si fuesen tiras que hubiese sujetado muy fuerte.

Ruth sólo había visto un instante a ese hombre, y su cara ya se le había quedado grabada para siempre. Él ya no la miraba, pero, aun así, era como si su mirada siguiese fija en ella.

 

-¿Qué pasó con la torre Eiffel? –preguntó Ruth para ver si esta vez hablaría-. ¿Nadie se quiere acordar?

El hombre esta vez no había contestado, pero sí había emitido una especie de gruñido, como si de un perro se tratase. Como Ruth pensaba, al hombre le había molestado la pregunta. No sabría ella que relación tenía la torre con él, pero por alguna razón aparente, no había hecho bien en preguntarlo.

-Mira niñata, yo solo te tengo que llevar hasta el maldito hotel. Si quieres llegar en coche, más te vale que cierres la boca –gritó el taxista sin despegar los ojos de la carretera.

 

No paraba de mirar a aquel hombre, le había gritado y ella no había reaccionado. Sentía odio y rabia. No le gustaba que nadie le pegara gritos, y menos alguien que no conocía de nada. Para colmo, le había dado un trato penoso. La frase seguía resonando en la cabeza de ella que no paraba de insultarle en sus pensamientos.

Los ojos de Ruth parecían fuego incandescente. Le ardían y ella lo sabía. Como si dentro de su cara hubiese lava, sus mejillas se fueron poniendo rojas; y no de la vergüenza. Sus manos estaban cerradas. Eran puños tensos que aguardaba a cada lado de sus piernas.

Su mirada era desafiante. No le había gustado ni un pelo la actitud de aquel sucio sin escrúpulos y no estaba para tonterías.

-Eres un…

 

Ruth no se lo esperaba, pero el coche paró en seco. Las ruedas chirriaron lo suficiente para que la gente se diera cuenta de lo que había pasado. Había llamado la atención escandalosamente. La chica se golpeó con el respaldo de delante y seguidamente con el suyo.

El taxista había aprovechado el descuido de Ruth para coger un hilo muy fino. Le dio vueltas entre sus manos y con la fuerza de ellas tiró un poco para tensarlo. Habría apretado tanto, que en sus manos se marcaban algunos hilitos de sangre que bajan por sus muñecas. El hombre no estaba para tonterías. Ni siquiera llevaba el cinturón puesto.

 

Se inclinó un poco y torciendo el cuerpo se abalanzó sobre una aturdida Ruth. Él intentaba rodear su cuello, pero Ruth estaba intentando quitar las manos para zafarse.

 

La fuerza del conductor loco era descomunal comparada con la de la chica, por lo que no tardó mucho en deshacerse de los brazos de ella.

El hilo llegó a tocar su cuello y ya lo rodeaba casi en su totalidad. A toda costa, él quería dejar sin fuerzas a Ruth; asfixiarla, pero no pudo.

La chica había pegado una patada en el pecho al taxista, que cayó hacia atrás.

Quitándose el cinturón, Ruth volvió a pegarle otra patada más. Esta vez haciendo fuerza con todo su cuerpo. Su pie acabó chocando contra su boca.

 

La sangre había salido disparada y un pequeño chorro le salía de la boca escurriéndose por el labio inferior. Sus ojos se habían cerrado. El cuerpo del que había intentado matar a la chica había caído sobre su asiento ocupando la mayor parte de la ventanilla.

Ruth respiró aliviada. No entendía el repentino ataque de aquel monstruo que solía llevar a todo tipo de personas de un lado a otro.

“¿De verdad alguien se subiría aquí?” pensaba Ruth mientras se asomaba un poco para ver si estaba consciente.

 

Estuvo un rato mirando al tipo que tenía la camiseta manchada de sangre. Su labio seguía expulsando sangre. Si supiera que Ruth estaba a su lado, ya la habría vuelto a atacar.

Por suerte, no había movido ni un solo pelo. Tampoco se podría decir que respirase. Ruth cayó rendida sobre su asiento, cuando se volvió a llevar una sorpresa: la puerta de su lado estaba cerrada, y no había pestillo que pudiese desbloquearla. Era extraño, hace poco más de unos minutos había entrado perfectamente en el coche, y ahora no podía. Probó con la del lado izquierdo. Tiró repetidas veces para que se abriese, pero tampoco había forma de poder salir por allí.

-¿Pero es que en este coche no hay un sola salida? –gritó Ruth sabiendo que nadie la oiría.

Para no querer arriesgarse alzó la vista al sitio del copiloto. Ruth se había dado cuenta de lo que no muy tarde tendría que hacer. En el sitio que estaba mirando no había rastro del seguro que podría abrir la puerta. Ruth pensó lo peor, tendría que salir por la puerta principal, ¿pero cómo?

 

El taxista había ocupado todo el control central de puertas y ventanillas. Estaba encima de todo aquello; apoyado en la puerta.

Tenía que pensar alguna forma para salir de aquel antro putrefacto. Con cuidado y viendo que desde fuera nadie hacía caso de lo ocurrido, Ruth se colocó en el asiento del copiloto sigilosamente.

Un sonido puntiagudo le había asaltado la mente. Ruth lo había echado todo a perder.

            “Mierda, se ha despertado”

El susto se le fue del cuerpo cuando al pasar de nuevo el pie por la palanca de cambios, se dio cuenta que había sido eso lo que había provocado su sobresalto.

 

No podía estar mucho tiempo ahí, así que nada más sentarse volvió a levantarse para pensar que podía hacer.

            -Sí le quito de la ventana… -reflexionaba casi en silencio-. ¿Se despertará? Podría probar a meter la mano por detrás de él, pero es demasiado arriesgado, podría estar haciéndose el dormido, y estar escuchándome en este momento.

 

En el mismo asiento, Ruth se puso a cuclillas y apoyó su espalda en el cristal de la ventanilla. Cogió aire un instante y en menos de un segundo tenía agarrada la cabeza del conductor por las manos.

El corazón le estaba palpitando a una velocidad vertiginosa, el sudor frío le recorría la frente y su tensión subía por instantes. Sus manos que sujetaban su cráneo temblaban y se movían como si hubiese un terremoto a sus pies.

Echándole sangre fría movió la cabeza del taxista hacia su cuerpo y en ese instante, Ruth empezó a golpearla contra el cristal. Repetidas veces, una detrás de otra; sin pararse a pensar en la sangre que le estaba saliendo por el otro lado.

 

Ruth se percató de la sangre cuando el cristal estaba cediendo, se estaba resquebrajando y el fluido rojo salpicaba a medida que le golpeaba. La furia creció en ella y en un último intento por escapar de allí, aún con más fuerza, golpeó mas rápido la cabeza.

            -Róm-pe-te ¡ya! –gritó cuando no tuvo que golpearle más veces-. ¡Maldito cabrón!

El cristal roto llamó de nuevo la atención a los turistas y viandantes que pasaban por allí. Los pedazos de la ventanilla, ya rotos, cayeron al otro lado del coche y su cabeza había acabado por apoyarse en algunos trozos sujetos al marco de la ventana, provocando que en su cuello hubiese cristales clavados, que estaban fijos.

 

A Ruth todavía le quedaba algo por hacer allí. Había roto la ventanilla, pero el taxista seguía explayado encima del manejo de seguridad.

La ventana estaba partida en varios pedazos y salir por allí sería un suicidio inmediato.

Otra vez, las cosas se nublaban para la chica. Tendría que quitar sí o sí el cuerpo del conductor de en medio y la única solución posible era cogerle del cuello y tirar.

 

Resoplando y con algo de refunfuño, Ruth cogió de los tirantes de la camiseta y empezó a tirar con fuerza. De fondo escuchaba el rasgar de la piel con los cristales aún en pie. La herida que estaban provocando los tirones cada vez era más larga y profunda.

El cuerpo del conductor cayó a los pies de Ruth, que estaba arrinconada en el lado derecho, pegada a la puerta. Parte de la sangre del taxista, había salpicado en sus botas marrones.

A gatas y caminando como pudo por la espalda de aquel chalado muerto, Ruth abrió la puerta. Se escucharon algunos ruidos de cristales.

La gente, desconfiada, se había quedado al margen; examinándola de pies a cabeza, como si fuese una amenaza.

 

Ruth había experimentado en sus propias manos lo que había sido matar a un hombre, no quería que nadie la viese ni la siguiese.

“La policía no tardará mucho en llegar” pensaba ella mientras se alejaba de allí cruzando la carretera.

Tenía próximas las ruinas de la Avenida de los Campos Elíseos, así que se decidió por echar a correr mientras la gente se quedaba embobada viendo el coche.

No se veía nada, una fuerte capa de arena nublaba todo el fondo. No había rastro de lo que quedaba del Arco del Triunfo. Tenía que caminar sola, sin saber lo que se encontraría en aquella extensa calle, ni en la que cruzaba a su lado.

 

Germán de las Heras