Blogia
Rincón literario

ME LLAMAN SID

ME  

ME LLAMAN SID

Me llaman Sid, y digo llaman porque ni yo sé, a estas alturas de mi vida, como me llamo en realidad. Desde que tengo uso de razón me han apodado así, muchas veces he preguntado a mi madre por mi nombre real, pero, por motivos que desconozco, nunca me lo ha querido decir. Durante años estuve buscando papeles, cartas que llegasen de algún club infantil para apuntarme, libros de familia y partes médicos donde figurase mi nombre, pero nada, parecía un fantasma, y mi madre me lo escondía todo. Llegué a pensar durante meses que era adoptado, pero el parecido extremo que tenía con mis padres me borraba de la cabeza aquella idea. Algunos padres tienen peleas constantes con sus hijos por temas de alcohol, drogas o peleas callejeras como entretenimiento juvenil, pero mi batalla campal personal era encontrar mi nombre, hasta que lo di por vencido. Psicología inversa lo llamaban en la televisión; si no me interesaba, acabarían por decírmelo… Lo único que conseguí fue que ni me llamasen.

 

Un día, como ángel caído del cielo (a escobazos), un hombre inspiró a mis padres para cambiarme de colegio. Decía que tenía problemas para relacionarme, que un cambio de aires sería bueno… “Psicólogo”, ponía en una plaquita dorada a la entrada del consultorio. No sé quién acabaría más loco aquí.

Os contaría algo del mes previo antes de trasladarme al nuevo colegio, con las sesiones psicológicas y esas cosas para ayudarme, pero, si ocho años de mi vida han dado para, apenas, diez líneas de este diario, imaginaos cuantas daría un mes. Lo único que he visto en estos treinta días han sido unos pocos folios blancos con manchas negras que utilizaba el doctor experto en psicología. No saqué nada en claro de esas sesiones, al parecer, el doctor sí:

  -Su hijo es tonto –escuché al otro lado de la habitación-.

 

Llegó el gran día. De camino al instituto mi cabeza se debatía entre ir hasta la puerta y huir cual niño cobarde o agarrarme los machos y entrar a la guerra. Entonces, aparecieron mi ángel del hombro izquierdo y mi diablo del hombro derecho. Empezaron a discutir sobre lo que debía hacer. Me tenían la cabeza como un bombo de feria, así que les dejé en un banco de la plaza más próxima. Ellos comían pipas mientras discutían sobre mi comportamiento. Que felices eran llevándose la contraria.

 

Después de caminar con la mochila en la espalda llegué a aquel famoso instituto del que habían estado hablando mis padres durante mucho tiempo. Llegue justo cuando estaban abriendo las puertas. Me tendría que encontrar con el mogollón de gente que me miraría como alguien raro y nuevo. Me equivoqué. Nadie me miró, pasé inadvertido entre los pasillos con columnas pintadas en azul. Todos los alumnos iban como caballos de carrera, mirando a un solo lugar yendo derechos a dar la primera clase del día.

Entré a clase el primero, era un pequeño campo de minas con mesas organizadas en cuadrícula. Las mesas eran blancas, perdón, multicolores y conceptuales: negro, azul, rojo, rosa… Artistas en potencia eran los chicos de mi nueva clase.

La profesora con la que teníamos la primera clase del día me presentó a los demás. Yo miraba al suelo. Iba a tener que estar con ellos medio año, ya tendría tiempo de ver lo feos que eran.

 

Después de estar varios meses en aquel antro, un día suelto del calendario, en uno de mis viajes al retrete (uno de los diez que hacía al día) me encontré de frente con una chica morena, ojos verdes. No era el momento de ponerme a babear:

- Hola, te veo algo perdido, ¿de dónde eres?

Oh, ¿me hablaba a mí? Miré hacia atrás para asegurarme. Lo sabía, quería entablar conversación con otro nuevo que había detrás de mí. Era rojo, y cilíndrico... Lo acababan de traer de una fábrica de extintores

- Te hablo a ti, bobo.

Oh, pues era a mí. En ese momento pensé hacerle un corte de mangas al extintor pero primero tenía que entablar conversación con aquella chica. Que maja ella. Estuvimos hablando durante dos horas, lo que equivale a dos clases y un poco de la siguiente. Se llamaba Merche y va un curso por delante. Me contó que la gente del instituto es muy agradable, pero que cada uno va a su bola, que se agrupan en reducidos grupos y que si quería pertenecer a alguno, que hablase más o me relacionase un poco. No, si al final la culpa, de que la gente pasara de mí, iba a ser mía. Me dijo que si me acercaba a hablar con alguien, me iba a tratar muy bien. Así que, a la semana siguiente me enfundaría un buen traje y un buen kilo de colonia barata.

 

Lo único que conseguí fue llevar la ropa de siempre y una grata sonrisa. Estaba dispuesto a hacer algún amigo. Probé suerte acercándome a un grupo de góticos, eran gente muy maja, pero me daba mal rollo que llevasen la cara pintada de blanco, intenté adaptarme a ellos colocándome algún collar de pinchos, pero no me terminé de acostumbrar… pinchaban demasiado. Luego comprendí que los pinchos iban hacia fuera, pero era demasiado tarde. También me acerqué a saludar a un grupo de fumadores compulsivos, pero con tanto humo no pude distinguirles, también probé con monos, con domadores de circo, con astrónomos e incluso con profesores, pero nadie me acogía, hasta que Merche me vio en medio del pasillo. Me cogió del brazo y me arrastró cual rastrillo hasta Dios sabe dónde. Me dejó con un grupo de chicos y chicas, eran amigos suyos, y me presentó uno por uno. Eran gente normal y corriente, ¡al fin! Estuvimos hablando durante todo el recreo. Mis mejores veinte minutos; cuando me quise dar cuenta había formado un charco con mis babas. Era feliz.

 

Cuando llegué a mi casa, mi nariz empezó a sangrar de la emoción. Tenía amigos, me habían hablado, se habían reído conmigo… o de mí, pero eso no importa, ahora que ya tenía gente con la que compartir mis cosas, sólo me quedaba una cosa por hacer… ¡encontrar mi nombre! Pero lo haría después de tomarme un chocolate caliente, que tenía antojo. Cogí el teléfono y llamé a mi amigo uno, a mi amigo dos, a mi amiga tres y a Merche, ya tendría tiempo de aprenderme los nombres. Les conté rápidamente el plan que tenía para descubrir mi nombre. Lo tenía todo apuntado en mi cuerpo, pero como me faltó espacio me compré un bloc de notas para terminar de escribir el plan. Quedamos en la plaza de al lado y rápidamente nos trasladamos a Nueva York para encontrar a los mejores agentes del FBI que  nos pudiesen ayudar a saber algo de mi nombre. Fue un viaje muy duro, pero mis amigos (ahora míos y de nadie más) se empeñaron en ayudarme. Cuando llegamos nos acordamos de que no sabíamos inglés así que tuvimos que volver para encontrar algún detective barato que hubiese por la ciudad.

Estábamos desesperados por encontrar alguna solución, y caminábamos cabizbajos por las calles, intentando que se nos ocurriese algo, cuando de pronto…

- ¡Anda! ¿Cómo no se me había ocurrido después de quince años? Podemos ir al registro y buscar mi nombre inventándonos alguna excusa, tendrá que estar allí.

- Sid, te lo dijimos antes de salir hacia Nueva York y hacer escala en nueve lugares diferentes… ¡Eso tenía más paradas que el cercanías!

Tonterías, seguro que nadie me dijo nada, así que antes de empezar una discusión emprendimos viaje a Nueva York, otra vez, porque se nos había olvidado la videoconsola. Después de un cuarto viaje en avión llegamos al Ayuntamiento. Solo nos hicieron falta dos botellas de cloroformo y unos cuantos pañuelos para dormir a toda la gente que había allí y entrar en los archivos, que estaban guardados en carpetas cuyo cajón que las contenía estaba misteriosamente abierto.

- Merche, tu vigila que no venga nadie, que yo voy a buscar.

- Pero si hemos dormido a todo el Ayuntamiento, como no venga la señora de la limpieza… No, a ella también la hemos dormido.

- Fernández, Fernández, Fernández… -buscaba en voz alta- ¡Aquí! La familia Fernández/Gascón. Margarita, Jesús…

Estaba sólo a un folio de ver mi verdadero nombre, el pulso me temblaba, mis amigos se dormían entre sí con el cloroformo y Merche bailaba encima del mostrador… Estábamos locos, pero yo al fin iba a saber mi nombre

- ¿Macedonio?

Hubo una carcajada general

- Oye Sid, si quieres yo me llamo plátano, para ir conjuntados y eso...

Miré mal a mi amigo número dos, y luego eché la vista hacia atrás. Menudo panorama, con lo fácil que habría sido pedirlo por favor. Taché el nombre con el tipp-ex de la secretaría y con un bolígrafo negro puse mi verdadero nombre, el único que utilizaría para los restos. Puse, Sid. Los cinco salimos de allí, con todos dormidos detrás, caminando hacia cualquier lugar, con el Sol detrás reflejando nuestras sombras delante de nosotros. Tenía amigos, tenía nombre... No necesitaba nada más.

 

Germán de las Heras

 

 

 

 

3 comentarios

Nuria -

Lo de las idas y venidas a nueva york es un puntazo ;)

Guille -

Es un tema tremendamente interesante! mola! me recuerdas a mí de chiquitito ^^

Vicente -

Me encanta la acidez y la ironía de muchas partes del relato