Más miércoles para la diva
El maquillaje perfecto, como siempre, pero con la polvera bien a mano por si surge algún contratiempo. La larguísima melena entrelazada ese complicado moño sujeto con ciento tres horquillas (ni una más ni una menos) y cubierta por un encantador sombrerito. El corsé en su sitio, afinando la cintura, realzando el pecho, redondeando las caderas. Un elegante vestido y ese larguísimo collar lleno de perlas que relucen resplandecientes al ser tocadas por la luz. La mano derecha (manicura francesa, anillos de oro) sosteniendo delicadamente una copa de jerez. La izquierda (mismo procedimiento que la anterior, un carísimo reloj suizo en la muñeca) tamborileando discretamente sobre la superficie de la mesa. En sus ojos, azules como dos ventanas al mar, brilla esa fuerza que aún conserva, esa pícara mirada que un día deslumbró a miles de personas. Sus pestañas siguen siendo las más largas del mundo, pero se mueven nerviosas de arriba a abajo. Ella entera está nerviosa.
Es la misma sensación que vive una vez cada semana, el sentimiento que la persigue desde poco antes de verle aparecer por la puerta de la cafetería. Según entra, tropezándose con sus propios pies, mirando a todos los lados como si no recordara el camino hacia la misma mesa de todos los miércoles, ella no puede evitar aterrarse, sentirse vulnerable como pocas veces en su vida. Teme que él se de la vuelta y eche a correr en cualquier momento, que se aleje y no vuelva a verle nunca más. Ella piensa en ese momento que no es muy difícil que se dé cuenta de que las canas afloran rebeldes e inquietas tras el tinte de su pelo, de que los blanquísimos dientes de su sonrisa son falsos, del sombrero pasado de moda, de las molestas arrugas que se multiplican por su piel, de que su vestido huele a naftalina y su cintura ya no es lo que era. En algún momento, revolotean sus pensamientos mientras el joven se acerca cada vez más a ella, dejará de escucharme para reírse de mis burdos intentos de seducción, de esta máscara de belleza que intento imponerle a un cuerpo lamentablemente anciano y decrépito.
Y eso que fue él quien la encontró, el que quiso entrevistarla, escucharla embobado mientras tomaba notas como loco en su libreta. “Será un gran libro”, la dijo, “usted fue grandiosa…magnífica…”, se paró un momento, embargado por esa emoción que sólo tienen los jóvenes inquietos, “la gente matará por leerlo…la mayor diva de todas…”. Ella se rió, y aún sonreía al recordarlo, una diva, no, no…la más grande de todas, eso es. Puede que hasta fuera cierto, que alguna vez llegara a serlo. Qué demonios, por supuesto que lo fue.
Todos los miércoles, sus ojos brillaban de una forma especial mientras narraba con voz suave y arrulladora cada íntimo secreto, cada entresijo de esa vida de la que ya tan sólo conservaba unos pocos retratos y un montón de enredados y lejanos recuerdos. Hablaba y hablaba durante horas demasiado cortas sobre su famosa belleza, sus interminables pretendientes, sus papeles estelares. Describía cuidadosamente cada uno de sus delicados vestidos, recitaba de memoria largos parlamentos que aún recordaba vívidamente…y por unos instantes dejaba de ser una anciana pintarrajeada para volver a ser Ella…la actriz de las mil caras, la belleza despampanante, las pestañas más largas del mundo (que al batirlas, se decía, podía hacer que el hombre más fornido se desmayara como una colegiala). Intentaba recrear con exactitud para su incansable oyente la sensación que le embarga a una cuando pisa un escenario y sientes crujir la madera bajo tus pies durante un instante, un breve instante en el que todas esas personas expectantes te deslumbran más aún que los focos, hasta que ya no eres tú, sino tu personaje, y ya no sientes el suelo de madera ni el calor de la gente en las butacas, sino al teatro, la magia del teatro corriendo por tus venas. Tras la magia vendrían los aplausos, los admiradores, los ramos de flores y más tarde también las cenas de gala, las recepciones oficiales, los titulares de los periódicos y el desconcertante poder de la fama. Saldrían de ahí el alcohol, sus tres matrimonios rotos y los hijos que nunca tuvo. También los cien amantes y las mil joyas con los que trató de acallar las voces que retumbaban en su cabeza, hablando de un vacío que se acumulaba en su pecho y que la impedía respirar.
Pero ella siguió adelante, una diva para todas las catástrofes, la sonrisa por delante siempre y su forma de actuar, que continuó siendo impecable. Al fin y al cabo, era a la que todos los hombres amaban y todas las mujeres envidiaban, la que hacía llorar con un suspiro melancólico y reír delirantemente con un simple amago de sonrisa pizpireta.
Sólo cuando descubrió con horror las primeras arrugas, cuando una impresentable cana se atrevió a manchar de blanco sus cabellos, decidió que había llegado la hora de retirarse. Aunque los hombres aún desearan su belleza madura o sus dotes artísticas fueran incluso mejores que antes, se negó a competir con nuevas aspirantes más jóvenes, a permitir que el mundo contemplara como se marchitaba poco a poco. Ella se recluyó lejos de miradas indiscretas en ese hogar en el que aún podía vivir de los recuerdos, hasta que la sociedad se acostumbró a ignorar su ausencia y se rindió ante el encanto de las que la sucedieron.
Después de tantos años de vivir aparcada en el olvido, vieja y sola, como ella misma había forjado su futuro sin saberlo, este joven se había presentado ante su puerta para escribir un libro sobre su juventud, su éxito y su misteriosa desaparición de la vida pública. Ella, al principio reticente, se había rendido ante el ingenuo encanto de aquel muchacho inexperto que la miraba como si aún quedara en ella algo de lo que un día fue. Cuando se reunían, ella intentaba explicarle que, aunque intentara aparentarlo cada vez que se veían, ya estaba bastante lejos de esa imagen de esplendor, de hermosura sin límites. “Realmente sólo soy una vieja. Fíjate, hasta tú, que dices estar fascinado por mí, has mirado más veces en toda la tarde (y con mucha más fijeza, créeme) a esa estúpida camarera que a mí.” Él se ponía rojo y apartaba la mirada de las piernas de la atractiva camarera. “ Anda que enseñar los tobillos…eso no es propio de una dama, hazme caso. Aunque seguro que no me lo harás y acabarás casado con alguna libertina de piernas largas”. Se reían. Él continuaba tratándola con una cortesía desmesurada y ella disfrutaba con cada uno de sus torpes descuidos, de sus modales impecables. Cada miércoles rejuvenecía, se trasformaba en otra persona. Cada miércoles regresa al mundo de los vivos. Por eso tiene tanto miedo. A que no vuelva, a que se burle de ella, a que termine su libro antes de lo previsto.
Pero por fin llega hasta su mesa y tropezando de nuevo, la sonríe y se sienta frente a ella.
- ¿Seguro que no quieres irte?- Le pregunta temblorosa, como todos los miércoles.
Él vuelve a sonreír y besa ceremoniosamente una de sus manos.
- Lo único que quiero es escuchar a la diva
Y ella no se hace esperar y continúa el relato, mientras sus mejillas se arrebolan y sus ojos (los mismos ojos que enamoraron ejércitos enteros) brillan nuevamente con ese toque pícaro que renace cada miércoles en su mirada y que consigue que, a pesar de todo, vuelva a sentirse viva.
Nuria
5 comentarios
Laura -
Te quiero
Vicente -
Fantástico.
Cuando quieras te envío más fotos. Las llenas de verdad
Celia -
Sin palabras.
Guille -
Nuria -